Esta es la segunda parte del magnífico ensayo narrativo de Víctor Arias Aroca sobre la adaptación cinematográfica de la novela “Cien años de soledad”, del escritor Gabriel García Márquez, texto periodístico cuya primera parte ya fue publicada en esta misma Revista.

Por Víctor Arias Aroca

Dos son los mayores enigmas de Cien Años de Soledad que tratan de descifrar los entendidos en literatura y cinematografía:

1. ¿La adaptación para el cine se ha ajustado con precisión a la trama y lograron los actores representar la curiosa personalidad de cada uno de los personajes de la novela?

2.- ¿Existió realmente Macondo, o es únicamente el dibujo que quiso hacer el autor sobre los pueblos solitarios de América Latina dirigidos por un gitano misterioso?

Estoy seguro que no voy a acertar, pero intentaré algunas respuestas, inspirado en la berraca polémica que estos temas generan y seguirán generando mientras Netflix prepara la segunda parte.

PREMISA DE BASE. El señor García Márquez era contrario a la cinematización de la novela, porque tenía el justificado espanto que le iban a cambiar la naturaleza a cada uno de los personajes, de los cuales ya el público tenía su propia imagen construida. Además que la propia trama podría verse alterada, porque una cosa es la elaboración cinematográfica y otra, muy distinta, la construcción desde la imaginación creadora de la obra, que se desliza sobre el andarivel de las palabras.

Es muy complicado explicar que las palabras, en literatura, van más allá de sus contenidos semánticos y se prolongan en el subconsciente del lector, donde corren en su propia locomotora. El cine, en la versión de García Márquez (no son sus palabras, pero sí el sentido), podría convertirse en el explosivo que haga estallar el tren y se venga abajo el edificio de la obra.

Por eso, el señor de Aracataca, aun habiendo autorizado en 1989 la producción de su novela Crónica de Una Muerte Anunciada, nunca estuvo conforme y abiertamente la criticó.

Respuesta a la pregunta número uno

El cine tiene el poder de hacer que no se note la temporalidad. En literatura existe un recurso llamado Prolepsis, que consiste en adelantarse a los hechos sin lastimar el orden de los acontecimientos. El cine registra el flash back que es lo mismo, pero en forma inversa.

Obviamente, el adelantamiento es una trampa dulce para atrapar al lector. En nuestro caso, cuando la frase dice: «muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo»; es una genial encrucijada que el inconsciente inmediatamente descifra y adivina: que a ese hombre lo van a fusilar.

Protagonistas de serie telemática "Cien años de soledad" difundida por Netflix.
Protagonistas de la serie televisiva «Cien años de soledad». / FOTOCOMPOSICIÓN: Netflix (Enviada por Víctor Arias Aroca)

Es tan hipnotizante que, luego, en la narración, el coronel va al pelotón pero no es fusilado. Pero el lector ya está enganchado (Nótese que ni siquiera el coronel Aureliano es hasta esa hora el personaje central; pues el personaje central es su padre, eje y núcleo de la fundación de Macondo y líder máximo de la comunidad hasta que llega Melquíades). Luego, efectivamente, Aureliano Buendía, se convierte en héroe.

La producción se ajusta a la trama y logra una estupenda medalla de oro con el actor que representa a Aureliano. Es el punto central del drama y se nota que le puso enjundia y coraje al personaje. Pero también se muestra débil ante los misterios inextricables del corazón, pues, antes de convertirse en el furibundo guerrero que describe Cien Años, ha sucumbido al amor sublime de una niña de nueve años a la que pide en matrimonio. Allí aplica la frase de Pascal: «el corazón tiene razones que la razón no conoce»; y se enamora.

Gracias a Dios que la familia Moscote no entrega hasta más tarde a la niña Remedios, que no es Remedios la bella, que es quien aparece muchos años después para elevarse al cielo en cuerpo y alma.

De modo que el personaje está muy bien personalizado por el que adquiere su personalidad y lo hace sentir persona humana ante las personas naturales que ven la serie.

Respuesta a la pregunta número dos

Haya existido o no haya existido en la vida real un pueblo con estas características, Macondo ya existe desde 1967 en el imaginario colectivo de América, y eso es una vida más notable que cuando Gepeto le dio vida a Pinocho que, verdadero o falso, camina en la memoria de los siglos. Y claro que al principio es un lugar lejano y solitario, en el que Úrsula Iguarán creyó que iban a estar exentos de la muerte y por eso, en ese pueblo, no había cementerio.

Es cuando llegan los gobernantes que el pueblo empieza su decadencia. Mientras ellos no estaban, el pueblo era feliz. Incluso tenía su propia feria, los gitanos que siempre vuelven a la aldea; su propio río y el reparto del agua alcanzaba para todos; y su propia enfermedad del insomnio, que este pueblo irreal parece haber trasladado a los pueblos de verdad, donde dormir es imposible y está comprobado con el consumo masivo de ansiolíticos, que es el rubro de mayor venta de las farmacéuticas, después de las pastillas para la hipertensión.

Así que Macondo vive, está aquí. Y ahora mismo he recordado el nombre que el señor Gabriel García Márquez le dio al portentoso discurso de recepción del premio Nobel, en 1982: «La Soledad de América Latina».

Eso es, estábamos solos, vivíamos felices e indocumentados, hasta que llegaron los malos Melquíades de la mala política, que trajeron botellas de cristal con aguas de colores para aliviar los males del continente, igual que el buen Melquíades de Cien Años de Soledad vendía bolitas de cristal para el dolor de barriga.

Y no les cuento lo del hielo, porque eso ya lo puso en evidencia la soberbia serie de Netflix, que -aunque algunos la esperaban para el desastre- ha llegado para glorificar la literatura y ponerle magia y algo de canguil para aliviar la soledad de América Latina.

N.Y. 16.12.24.