Esta es la tercera parte del ensayo narrativo de Víctor Arias Aroca sobre la adaptación al cine de la novela “Cien años de soledad”. La primera se intituló igual que la novela y, la segunda, “Las incógnitas de Macondo”.
Por Víctor Arias Aroca

A Rebeca la construyen de diversas maneras los escultores imaginarios que resultan ser los lectores que, aun no siendo expertos en artes plásticas, les sobra talento para esculpir en el subconsciente la imagen no resuelta de Rebeca Buendía.
Es probable que la conciban como una estatua, sin atinarle en forma precisa. Sin embargo, es mejor que siga el acertijo, porque tal vez esa era la intención del señor de Aracataca.
Dejemos que el personaje tenga varias interpretaciones, ya que se trata de una personalidad misteriosa, lo mismo que su origen.
Y el misterio resulta ser una de las premisas de la novela, pues ese encantamiento trágico que persiste en la obra desde el inicio, cuando José Arcadio Buendía ha tenido que eliminar a Prudencio Aguilar y esa lanza no solo atraviesa la garganta de la víctima, sino las hojas del papel que está devorando el lector; y aparece, en forma recurrente, en algunos capítulos.
Es el encantamiento no provocado del realismo mágico. Digo no provocado, porque queda claro que esta corriente literaria surge desde el cromosoma del creador y no tiene origen externo. Se va organizando solo, por generación espontánea. Es cosa del genio, que los mortales no podemos explicar.
Ahora bien, la serie Netflix ha logrado un milagro inesperado, como todo milagro. Ha conseguido que Rebeca pase de ser un personaje, diríamos secundario, a un personaje central de la novela. Es el poder del cine, señores.
La extraña, pero impresionante belleza de la actriz, ha desatado una lluvia torrencial de críticas a favor y en contra. Eso no importa, lo cierto es que la multitud ha convertido en estrella fugitiva y brillante, en el espacio sideral de Macondo, a Rebeca, que -en la lectura original de hace 60 años- no cumplía el rol estelar de una Úrsula Iguarán o Remedios, la bella.
El talante exótico de su belleza nativa la hace ver como una flor primaria y no descubierta todavía, como los piélagos ignotos que no logró mirar el patriarca José Arcadio. Así se aprecia a la actriz colombiana Laura Sofía Grueso (Akima), que más parece un personaje literario que una actriz de cine.
Por lo tanto, el papel le ha quedado perfecto, más allá de su natural talento que le da una personificación excelsa a Rebeca Buendía, de quien nadie sabe su verdadero patronímico, aunque sabemos que vino de Manaure.
Pero su origen real es un misterio, igual que misteriosa es la autonomía sonora de los huesos de sus padres, que viajan por la casa de trecho en trecho, sin motivo aparente, pero insinuando que los naturales hemos venido a la tierra condenados a vagar por el mundo, arrastrando los huesos de nuestros padres.
Es un evento misterioso, extraño para el lector, pero perfectamente válido para los que no encuentran un lugar en el mundo y los que buscan el país de los desencuentros, sin encontrar respuesta; igual que José Arcadio nunca pudo establecer el método exacto para encontrar el mediodía.

A los once años de edad llegó Rebeca a casa de los Buendía. Vino en compañía de unos filibusteros desconocidos, que trajeron la carta dirigida a José Arcadio Buendía, que estaba escrita por una ninfa misteriosa que lo seguía queriendo y de quien nunca se supo quién era.
Lo único cierto es que la niña Rebeca siguió creciendo con la manía campesina de comer tierra en estado puro, y que le alimentaba sus grandes ojos agitados por el espanto de no saber quién era ni de dónde venía.
Pero para la adolescencia había desarrollado un trasero magnífico y una pasión loca que la hizo enamorarse de Pietro Crespi, desatando el odio mortal de su hermana de crianza, Amaranta Buendía, que habría de impedir ese matrimonio para toda la vida.
Porque toda la vida pudo odiarla y desgraciarle la vida, de tal modo que Crespi muere desangrado, desgraciado y soltero; y la señorita Rebeca decide irse a vivir con José Arcadio Buendia al regreso de su larga caminata con los gitanos de Melquíades.
Las propiedades naturales de Rebeca no eran únicamente sus rasgos anatómicos, que podían provocar la excitación de los santos de la iglesia; sino que fue la primera en anunciar la peste del insomnio, conforme lo descubrió Visitación en sus ojos audaces. Y fue ella, Visitación, quien supo explicar que el estadio mayor del insomnio era la enfermedad del olvido.
Rebeca es, por supuesto, un milagro de la naturaleza que, habiendo llegado a la casa Buendía como una niña fea, terminó convertida en una adolescente hermosa de cutis diáfano, ojos de pájaro y manos de prestidigitador.
Tan misteriosa, como su embellecimiento de niña fea que se convirtió en mujer hermosa, fue la muerte de su hombre José Arcadio, el hijo mayor de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán; pero a pesar de la sospecha de que podría haber asesinado a su marido, el pueblo la olvidó y ella se encerró para siempre.
Rebeca fue siempre romántica, salvajemente hermosa, al punto de que conmovía con solo mirarla. Y la actriz, Laura Sofía Grueso, conmueve con esa lindura india que impone la América morena, tan bella y mágica como el territorio de la ciénaga. La actriz es la intérprete perfecta.
El olvido se encargó de Rebeca. Pero, para nosotros, el olvido no existe desde 1967. América abandonó el olvido para siempre desde que la editorial Sudamericana publicó Cien Años de Soledad. El olvido ha pasado al olvido desde entonces.
La desmemoria ha sido exterminada por los múltiples augurios del gitano Melquíades, que regresó de la muerte. Y la memoria no tendrá fin, porque los americanos hemos de recordar para siempre, a través de la literatura, las tribulaciones de Rebeca; que no pudo cumplir sus sueños de amor con el pianista italiano, pero se fue de amores de alta cama con José Arcadio a su regreso de la travesía con los gitanos.
Y como los gitanos volvieron a la aldea, los que siempre soñamos, los que siempre nos vamos de rebeldía contra el tiempo, igual que los habitantes de Macondo, no vamos a olvidar.
Porque no podemos olvidar que, por estas mismas tierras salvajes, hace doscientos años cabalgó el jinete de Palomo Blanco, en busca de la libertad.
Lo mismo que José Arcadio Buendía, el padre del coronel Aureliano Buendía, que salió un día de su lugar natal en busca de un refugio junto al mar -al que nunca pudo alcanzar- y fundó ese pueblo en un río tranquilo adornado por piedras que parecían huevos prehistóricos.
Pero aquel caballero andante de hace doscientos años no tenía el apellido Buendía, aunque vivió 47 años de soledad. Vino de más al norte, porque había soñado con una gran Colombia y se llamaba Simón Bolívar.
El olvido no existe. La libertad sí.
