“Hoy, sin embargo, a 7 años de la desgracia, de la ilusión proceden buenas noticias. Los abuelos han vuelto, los que se fueron para nunca regresar están de regreso. Ellos regresan esta noche con la luz de la luna, en la mitad de la vigilia, justo cuando un niño llora el recuerdo de su madre ausente, para anunciarnos que, después de todo, existe una esperanza.”

Por Víctor Arias Aroca *
Fue un estremecimiento de esos que te paralizan el corazón, porque no se sabía si el estruendo venía del mar o de la tierra; pero se fue llevando casas y edificios, escuelas y colegios, niños y niñas, trabajadores y desempleados, compradores y gentes de a pie, que, dos minutos antes de las 7 de la noche de aquel sábado 16 de abril, se arremolinaban en el centro comercial más importante de Manta. Y no eran pocos, eran miles.
Aunque las cifras oficiales dicen que fueron 208 los muertos, de los cuales 43 eran niños. Nunca se sabrá la cifra exacta de viviendas caídas, porque muchas no fueron reportadas; ni las cantidades de inversión perdidas, porque no se hizo una contabilidad efectiva del rubro de pérdidas por negocio; además de que algunos eran informales.
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La tierra brincó como caballo chúcaro. No había forma de pararla, carajo. Parecía el fin del mundo. Pero, claro, el mayor agravio a la multitud indefensa se produjo en el negocio llamado Mi Papelería, donde la gente incauta, sin medir la desgracia, fue sepultada por varias toneladas de cemento y hierro del edificio que se redujo a polvo y escombros.
Y fue en este lugar que las chicas dependientes pedían auxilio hasta lo último. El edificio entero se les vino encima a compradores y empleados, y se perdieron vidas muy valiosas y niños que debían asistir a su escuela el día lunes siguiente, fueron encontrados con el lápiz en la mano; y esos ojos inertes ya no verían la luz del sol.
A las 20h00 ya Sofonías Rezabala, jefe de los bomberos y la defensa civil, estaba metido en los escombros con todos sus hombres y su equipo de rescate.
Un perrito que perdió a su amo, todavía deambula por las calles de Tarqui en busca de una caricia que mengüe el desamparo; mientras que la señora que vendía atados de ajo en frente del mercado perdió la noción del tiempo y del espacio. Petronas Balcázar, se llama.
Y los eternos novios del Barrio Jocay se juntaron en un abrazo eterno que la multitud bautizó como los muy queridos; y, en el mar, un pescador jura que vio una luz divina parecida al fuego de San Telmo, en el instante mismo de la desgracia que duró cincuenta segundos.
Pero tardarán millones de segundos en levantarnos, y del golpe mortal algunos no se levantarán nunca porque lo perdieron todo, menos la certeza de que no existe justicia para los pobres y que los dioses del olvido tratarán a toda costa de echarnos más tierra para que todo quede en nada.
En su casa grande, en la Calle 8, la niña Ahitana Ponce dejó de cantar porque el terremoto le movió el piso y su música, que era propia de los dioses, se volvió un crujido mortal que le quitó la voz y la alegría; y desde el cielo desciende en forma de ángel cada vez que en la iglesia de la Dolorosa doblan las campanas porque ha muerto un niño y ella regresa para llevarlo ante Dios.
Ella estaba con vida la mañana del domingo en que fue rescatada, pero sus heridas eran graves y Dios ya había inaugurado la ópera de su canto matinal para Ahitana Ponce.
Leiber Pincay soportó varias noches estar enterrado junto a su esposa. Él vivió y ella logró expresar, antes de irse de este mundo: «cuida a los niños». Y soltó su mano mientras Leiber era arrastrado por los socorristas. Ella se fue, pero dejó un bello mensaje y hoy Leiber trata de educar a los tres hijos que le dejó Yadira.
Paquita de Polanco dejó a su hija atendiendo el hotel a las 3 de la tarde. A las 7 estaba atrapada porque el edificio de 4 pisos se le vino encima, pero tuvo tiempo para escribir un mensaje de texto que decía: “Estoy viva, por favor sálvenme”, pero no pudo salvarla porque la ayuda llegó tarde y la muerte no espera.
4.000 comerciantes de la activa Parroquia Tarqui vieron caer sus florecientes negocios y tiendas. Los artesanos dedicados durante años a la sastrería, la peluquería y la panadería, no volverían a ver sus pequeñas máquinas, ni sus tijeras, ni volverían a sentir el olor del pan tierno de las tardes, porque el olor a muerte había envenenado todo.









Mientras, los niños de las escuelas Sergio Domingo Dueñas, Ramón Virgilio Azúa y Eloy Alfaro Delgado, no volverían a sentir el calor de sus compañeros de aula, ni verían nunca más en la pizarra las sabias palabras del maestro. No volverían a escuchar esas campanas, ni volverían a escribir con la varita blanca de la tiza.
A las 9 de la noche, sin energía eléctrica y sin teléfonos, los vecinos estaban en los portales de las casas; algunos no entendían qué mismo había ocurrido, porque no había radio ni televisión. Pero pasaron los mensajeros de la muerte anunciando el tsunami y agregando que la marea ya había cubierto el centro de Tarqui y la Parroquia Los Esteros; que huyan hacia el cerro de Montecristi, que era la única forma de salvarnos.
Nada pudo hacer el carro policial que pasó más tarde desmintiendo la falsa alarma, mediante alto parlantes, porque el rumor era poderoso y el miedo helaba la sangre, de modo que se formaron largas filas como el destino, integradas por habitantes que huían desesperados hacia nadie sabe dónde; unos a pie, otros en auto, los más en camioneta; con petates, colchones, cocinetas, sábanas, colchas de tigre, toldos, frascos de Menticol, pastillas de Aspirina, Mentol Chino, velas y focos de mano para alumbrar la oscuridad del desamparo.
Y nadie podía aceptar que el tsunami no vendría; y efectivamente no vino, pero ellos, los desesperados y desamparados, ellos sí regresaron al otro día, más tristes que nunca, para enterrar a sus muertos y levantar sus casas caídas en la colosal tragedia, la más grave de que se tenga memoria desde los tiempos en que los abuelos salieron de pesca para nunca regresar.
Por eso se cree que el regreso no existe, aunque ellos, los presidentes, parecen haber perdido la memoria, porque regresan cada cuatro años para atizar este dolor que se parece mucho al llanto. Nos cambiaron la vida, pero nadie nos cambia.
Con todo, seguiremos de pie junto a las tumbas de nuestros caídos que llevan sus nombres, y las tumbas de aquellos que no los tienen, y siguiendo la inspiración de aquel padre que buscó durante 5 semanas a su hija Mayra Lainez, hasta llevarse su cadáver. Y el recuerdo de Katty R., salvada milagrosamente al tercer día del terremoto.
Hoy, sin embargo, a 7 años de la desgracia, de la ilusión proceden buenas noticias. Los abuelos han vuelto, los que se fueron para nunca regresar están de regreso; ellos regresan esta noche con la luz de la luna, en la mitad de la vigilia, justo cuando un niño llora el recuerdo de su madre ausente, para anunciarnos que, después de todo, existe una esperanza.
* Víctor Arias Aroca, nacido y residente en la ciudad de Manta (Ecuador), es doctor en Jurisprudencia. Diplomado en Derecho Constitucional por la Universidad Pública de El Alto – UPEA (Bolivia), y por el Instituto Latinoamericano de Investigación y Capacitación Jurídica – Latin Iuris (México). Su e-mail: corporacionarias@gmail.com