“Y aquí estamos, vacíos de alma y tristes de espíritu, porque ya no podremos verla. Su canto se ha ido a vivir a los luceros. Su dulce voz baritonal ya no podrá endulzar nuestras mañanas.”
Por Víctor Arias Aroca *
Sí, maestra Egny. Los ingenuos mortales creíamos que los maestros eran eternos. Que esa voz baritonal iba a acompañarnos toda la vida. Que esa fantástica memoria iba estar siempre presente cada vez que buscábamos un país en el mapamundi.
Que usted siempre iba a escribir con la varita blanca de la tiza. Y que siempre iban a sonar esas campanas, que escuchamos de niños con asombro. Que nada iba a cambiarnos ese derecho de creer que los maestros están hechos de luz.
Nada puede quitarnos la alegría que usted nos enseñaba a cultivar con la pasión de un jardinero. Que la risa era la expresión sutil de que regresan los amaneceres y que la esperanza siempre está de pie.
Sí, maestra Egny. Creíamos que su canto mágico siempre iba a estar allí en el coro junto a las otras maestras que cantaban alto como los niños de Viena; y esas canciones se quedaron para siempre en nuestras almas, para nunca olvidarlas, de la misma manera que nunca olvidamos el nombre de la primera amiga y nuestros amigos no olvidarán el sabor a dulce de pechiche del primer beso adolescente.
Usted nos enseñaba que las razas no existían y que la única raza universal era la raza del hombre como producto cósmico.
Sí, maestra Egny. Nuestras hermanas y nuestras madres creían que usted iba a vivir en perpetuo jolgorio con los luceros y que a usted no iban a tocarla ni el otoño ni los cataclismos, porque usted estaba hecha de material de estrellas y su morada eran las constelaciones y por eso usted era parte de la luz que siempre iba a estar allí para alumbrarnos el camino.
Sí, maestra Egny. Pero llegaron los tiempos del desprecio. Nos alcanzó la edad de la locura. Se robaron el respeto. Cambiaron los programas por novelerías. Los libros se convirtieron en pantallas. Cambiaron la poesía por la patanería. Metieron a los varones en los colegios de mujeres.
Los padres de familia se convirtieron en denunciantes, el distrito en inquisición y el maestro dejó de tener esa autoridad sublime que nosotros amamos y que nuestros padres asumían como proveniente de la providencia para que saliéramos rectitos del colegio.
Que nada torciera nuestro destino. Que nadie rompiera un cuaderno ni pisara un libro. Que nunca iba a alcanzarnos la mala hora, ni la hojarasca del desprecio. Que siempre íbamos a amarnos como hermanos. Que íbamos a perdonarnos si fallábamos.
Sí, maestra Egny. Pero llegó un tiempo sin tiempo en que hasta los presidentes rompían los periódicos en público. Educar se convirtió en una odisea. Un ambiente hecho para el amor fue inundado por las aguas turbias del desprecio.

Sí, maestra Egny. Éramos todos diferentes. Los amábamos, los respetamos hasta el delirio y los maestros eran sagrados. Pobre de aquel que osara alzar la voz delante del maestro o se atreviera a decir una palabra subida. No. Solo en secreto podíamos señalar que el maestro de historia tenía un cierto parecido con Simón Bolívar y la señorita de geografía usaba los mismos colores del arco iris que explicaba para enseñarnos la descomposición de la luz.
Sí, señorita Egny. Nos fuimos alejando de los maestros, el tiempo se llevó nuestros años de niños, se perdió el libro del escolar ecuatoriano, hasta la regla de madera se ha perdido; y, francamente, a usted vamos a extrañarla.
No hemos vuelto a reír como lo hicimos dentro del colegio, no hemos vuelto a soñar como usted nos indicaba, y me da nostalgia saber que el viento del olvido se llevó las cometas de la infancia.
Pero, en cambio, seguimos firmes creyendo lo que usted decía, que no había que dejar que nos apaguen el fuego del espíritu; que la envidia nos lanza chorros de agua fría para apagar las fogatas de los soñadores y las soñadoras; y que el ideal era esa tea luminosa que guía al espíritu de los guerreros de la luz.
Y aquí estamos, vacíos de alma y tristes de espíritu, porque ya no podremos verla. Su canto se ha ido a vivir a los luceros. Su dulce voz baritonal ya no podrá endulzar nuestras mañanas.
Y llegarán cientos de niños y niñas (algunos ya señores; las señoritas se habrán vuelto señoras), inundarán su casa y preguntarán a Puchungo y a Panchito, ¿dónde está la maestra? Y sus hijos no tendrán palabras, porque su ausencia les habrá quebrado el habla y una parte de su alma que se irá con usted a morar a las estrellas, que es el lugar de donde nunca usted debía bajar porque nunca pensamos que iba a regresarse y que nos iba a dejar con estas lágrimas que son agujas en el corazón; y que iba a marcharse y que nos quedaríamos más solos que nunca; que la ciudad iba quedarse triste, con un silencio majestuoso, silencio que hiere, que lastima, que no lo puede vencer ni Filemón ni Constantino con su música que hacía temblar a la primavera.
Me iré de aquí imaginando a la maestra Egny entrando al colegio; pero es seguro que ella ahora estará entrando al infinito y, mientras un ángel abre las puertas de par en par, suena el himno al maestro, interpretado por la orquesta sinfónica del cielo.
Sí, maestra Egny, mañana volverán las campanas, pero la música está triste. Sí, Maestra.

* Víctor Arias Aroca, doctor en Jurisprudencia y abogado en libre ejercicio, es un pensador cultivado en el arte de la literatura: orador de fuste, poeta de gran inspiración, historiador y escritor bien documentado. Reside en la ciudad de Manta (Ecuador) y su dirección de correo electrónico es: corporacionarias@gmail.com
