Un telespectador, él mismo poeta y novelista brillante, echa mano a su prosa erudita y placentera, y relata cómo ha sido atrapado por la impactante adaptación cinematográfica de la novela Cien Años de Soledad, obra cumbre del escritor Gabriel García Márquez, expuesta en una plataforma telemática de audiovisuales.

Por Víctor Arias Aroca / Desde N.Y.

Me quedé hasta las 02h00 viendo el desenlace de Cien Años de Soledad, adaptada en serie para televisión por Netflix, en una realización francamente espectacular.

Ya sabemos que la obra no pasa en forma lineal al guion cinematográfico, pero sí, en este caso, ha conservado los aspectos esenciales de la trama.

Fantástico el trabajo de representación del pueblo de Macondo. La escenografía, perfecta; el diseño de los trajes de la época, la visión integral de la ciénaga; y hasta la simulación gráfica de Melquíades y los gitanos cuando llegaron a la aldea por primera vez, cuando todavía José Arcadio Buendía era muy joven y Amaranta no sabía que las cosas del mundo ya se habían inventado.

Me ha invadido algo de nostalgia, igual que la primera vez que leí la novela de Gabriel García Márquez, allá por los años 80 cuando su fama estaba en todo el esplendor pero no había Internet, tampoco televisión por cable. Pero uno era absolutamente libre de imaginar cómo se sentiría el olor a humo de Pilar Ternera y los secretos de hamaca de Rebeca.

Ella tenía la insólita manía de comer tierra desde niña. Lo hacía con la misma pasión con que estremecía la casa de los Buendía, cada vez que José Arcadio le desataba sus amores prohibidos por la noche.

Me quedo con la serie, pero no abandono mis apuntes sobre el libro, en la edición de los ochenta de Editorial Oveja Negra. Hubiera querido -claro, son los deseos de un lector crónico en libro físico- una incidencia inicial de Mauricio Babilonia con las mariposas amarillas que inundaban la casa cada vez que llegaba. Una señal, al menos, aunque en el capítulo final José Arcadio Buendía, en el deslumbramiento de la muerte, asume haber conocido a un descendiente suyo llamado Aureliano Babilonia.

Asumo que se verá en la segunda parte. No me atrevo a decir si ha sido mejor así, pero será mejor seguir amando a ese personaje, igual que lo amarán los que no leyeron el libro, que volarán a comprarlo sin recato, ya que las producciones cinematográficas también causan efectos secundarios.

Espero que se me haya pasado, en esos momentos traicioneros de lo inevitable, no haber compartido el mundo vallenato de Francisco el Hombre, que en literatura es un personaje fantástico, y que la producción -yo que no sé nada de cine- creería que, deliberadamente, oculta para darle más misterio a él y menos digresión al espectador. O queda en reserva para la segunda parte de la producción.

Mas, les recuerdo a mis actuales lectores, que Francisco el Hombre era un coplero viejo, un rapsoda, un juglar caminante, iluminado por las musas del Parnaso, que había vencido al mismo diablo en una maratón de coplas y amorfinos.

Fotocomposición enviada por Víctor Arias Aroca, desde Nueva York, EE.UU.

En la próxima parte, esperaré con la misma devoción que Rebeca esperaba las cartas de amor de Pietro Crespi, la escena en que Remedios, la bella hija de Arcadio, en sus amores descarriados con Santa Sofía de la Piedad, y hermana de los gemelos José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, sube al cielo impulsada por aquel extraño viento de luz que la elevaba hasta donde no pudieran alcanzarla los sueños más siniestros, ni «los más altos pájaros de la memoria».

A la otra Remedios, Remedios Moscote, el director la hizo morir en la cuchipanda del parto,  porque así estaba escrito. Bueno, él es el único que puede robarse la película.

El rodaje ha sido colosal y el resultado es una película inverosímilmente cierta, que atrapa desde el primer vistazo. Su calidad proviene de dos fuentes: 1. La maravillosa concatenación de los hechos narrados, en especial la sabrosa prolepsis que nos pone a un coronel frente a sus fusiladores del mañana; y, 2. La deslumbrante personalidad de los actores, que siguiendo la doctrina de Stanislavski se metieron en la piel de los personajes y lo hicieron.

Netflix le impone destellos colosales a su producción, la que seguramente pasará a la historia del mismo modo que la novela, desafiándolo todo (pues, su autor se resistía hasta lo último a autorizar una versión fílmica), porque GGM tenía el temor reverencial de que el público se hiciera una imagen diferente de la que él le dio a cada personaje.

Pero eso no ha ocurrido, afortunadamente, por la buena dirección de la obra montada. Es decir, literatura y cinema pueden andar juntos, pero no revueltos.

Claro, en vida, García Márquez sí pudo apreciar el trabajo realizado por el director Francessco Rossi, que rodó Crónica de Una Muerte Anunciada, en 1987,  protagonizada por Ornella Muti en el papel de Ángela Vicario, en que a pesar de haber sido consultado, hizo algunas observaciones al planteamiento cinematográfico, poniendo énfasis en la lingüística pragmática que solo él conocía.

La verdad es que no le gustó. Los tiempos literarios no son los tiempos del cine y, de lo que se cuidan los autores de ficción, es que el cine no promueva una percepción del personaje que pueda hacerlo diferente.

El éxito del director sería, digo yo, acercar al espectador a la realidad dramática de la obra y organizar la acronía, que nunca será igual que el original, pero no es malo intentarlo para salvar las dos versiones de la obra.

Lo que sí aparece, en la versión Netflix de Cien Años de Soledad, con todo el diseño de la modernidad, son las varias alcobas de los sueños infinitos, que deslumbraban el sueño trágico de José Arcadio; que en sus vigilias intranquilas, amarrado al árbol del patio, como terminó sus días, en una locura muy parecida a la que usan los señores cuerdos de nuestros tiempos, entraba a un cuarto y luego pasaba a otro y otro sin poder salir del laberinto de sus pesadillas; y en el que, el actual director, Alex García López, hábilmente hace entrar a su antiguo enemigo, Prudencio Aguilar, para que juntos viajen al infinito.

Hay, también, y me atrevo a decir que es un acierto de la película, la descripción de los designios trágicos del insomnio en su nivel más alto, que es la enfermedad del olvido, en razón de lo cual los macondinos tuvieron que escribir en decenas de anuncios el nombre de las cosas, porque los hombres del pueblo habían perdido la noción de su utilidad; hasta que, del mundo de los muertos, reaparece Melquíades y ha resuelto devolverles la memoria.

La trama es exactamente igual a lo escrito por el premio Nobel de Literatura. Dicho lo cual, lo que estimo es que el nudo causal se mantiene intacto.

La primera nueva impresión que tenemos los que hemos leído el libro (no recordaba este detalle), es que José Arcadio no salió de su pueblo de origen para escapar de la justicia por el crimen de Prudencio Aguilar. No. Él huye perseguido por el fantasma de la víctima, que llegó a habitar la casa en forma perturbadora; incluso, reapareció muchos años después en la casa de Macondo, como un fantasma amigable, según la serie.

Otro cuadro magnífico de la serie se ha producido cuando Úrsula Iguarán, impulsada por el amor al hijo homónimo que es el resultado de su amor con el patriarca José Arcadio Buendía, descubre que las cosas del mundo ya estaban inventadas y que ella no había conocido antes de salir para la fundación de Macondo y antes de que su marido, al sentir la ofensa de Prudencio Aguilar, le dejara enterrada una lanza en la garganta.

No recordaba esos detalles. Yo, que leí hace tiempo Cien Años de Soledad, y acabo de leer por segunda vez, en una lavandería en NY, El Amor en los Tiempos del Cólera, en varias sesiones mientras la chinita del negocio miraba intrigada la forma cómo doblaba la página en que me quedaba las veces que suspendía la lectura hasta la nueva tanda de lavado.

El Amor en los Tiempos del Cólera es tan extensa como Cien Años, solo que se ubican en épocas distintas de la historia. El referente real de Cien Años de Soledad está ambientado en los años de la revolución liberal colombiana, que data del año 1850, años más, años menos (Si las guerras se mantuvieron por tanto tiempo, hasta el siglo XX, me queda claro que lo que dura cien años es la guerra y no el amor), en que las autodefensas liberales combatieron a sangre y fuego a los gobiernos conservadores, y que la lejanía de Macondo le hizo pensar a Úrsula Iguarán que ellos estarían exentos de la muerte.

En cambio, el Amor en los Tiempos del Cólera está ambientada a principios del siglo XX, ya en los primeros años de la modernidad, que serían los últimos años de los buques fluviales a vapor.

Pero ha querido el destino que Aureliano Buendía ingrese forzosamente a la guerra, autoproclamándose coronel, no solo impelido por el olor a injusticia de los gobiernos, sino además con el corazón destrozado por la muerte de Remedios Moscote.

He llorado un poco, lo confieso. Porque desde que era muy jovencito, el coronel Aureliano era mi héroe y he vuelto a llorar frente al tv, esperando su fusilamiento; y pude recordar a mi maestra de literatura, que me supo anunciar a tiempo que el coronel no iba a ser fusilado, que estaría frente al pelotón de fusilamiento muchos años después, pero sería salvado del filo de la muerte y seguiría adherido a la piel de la guerra porque la guerra lo había hechizado las treinta y dos veces que se le levantó al Gobierno, y se dio tiempo para procrear diecisiete hijos de diferentes madres que siguieron su destino trágico.

Las guerras le habían enloquecido el corazón y lo atizaban por dentro, más que el fuego salvaje de la fogata creada por Melquíades para convertir el polvo en oro, y le transmitía los destellos de su mente atormentada y los fulgores de su corazón gitano.

No les quiero contar cuál es el nombre de mi hija, lo que es mi homenaje personal a García Márquez; y por eso celebro esta noche que mi esposa haya permanecido inmóvil durante la primera exhibición de la serie de Cien Años, que no fueron cien años, porque se pasaron rapidito hasta las dos de la mañana. Supongo que ella quería encontrar alguna explicación lógica al nombre de su hija y trataba de hallar, creo, en los vericuetos de la obra visual, una salida a los laberintos de ser madre.

Amaranta es ese tipo de mujer que encarna una ternura silenciosa. Hasta es capaz de encapsular el odio para impedir el casamiento de Rebeca. Virgen o no virgen, acompaña a su madre hasta lo último.

Úrsula Iguarán es la mujer símbolo de la novela. Se volvió infalible para adivinar los artificios del amor y anda como adelantada a los eventos que ocurren en la casa de los Buendía, porque fue quien acompañó a su marido a la fundación de Macondo en los caminos retorcidos de su peculiar aventura, que había empezado muchos años antes cuando José Arcadio tuvo el pálpito de que iba a llegar al mar, pero la distancia y la impaciencia lo obligaron a sembrar al pueblo entre la sierra y la jungla de la ciénaga y lo acompaña ahora en los campos marchitos del pensamiento extraviado.

Úrsula es, además, un caso excepcional de madre, que se caracteriza por el coraje y la templanza. Ejemplo de resistencia. Una mujer capaz de desafiar al mundo y predecir sus milagros, sin inmutarse.

Una que ha resistido todos los adioses, una que amó con locura al primogénito a pesar de sus incomprensiones y su extraño viaje; una que, al final, tiene el valor de gritar, con ese grito reprimido por cien años de angustia, refiriéndose a su ingrato hijo José Arcadio Buendía -ya para cerrar con broche de oro la serie-, dirigiéndose a su ilustre marido preso en el castaño del patio: «hemos creado a un monstruo».

La otra, Amaranta Úrsula, vendrá más adelante. Su misión es terminante y algo trágica, como trágica ha sido la vida de la estirpe Buendía.

Atribuyo el puntaje de diez a los productores de la serie, Gonzalo y Rodrigo García Barcha, que condicionaron la producción a someterse a la esencia original del libro. Eso explica la filmación en lugares naturales de Colombia y -ahora me entero- la construcción de tres pueblos de Macondo que reflejan las diferentes épocas de la novela.

La producción inicial, que registra 8 capítulos, no termina como en el texto original donde las hormigas se están devorando al último de los Buendía y el pueblo va siendo destruido en medio de un vendaval cataclísmico.

No. Aquí el final cinematográfico propone un cierre con el sepelio de José Arcadio en una procesión de flores amarillas; y presenta a Úrsula Iguarán mirando al infinito con su rostro atribulado por tantos años de desbarajustes de la memoria; y, sin repetir, como en la obra original, que «los seres condenados a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».

Queda claro que habrá una segunda temporada, porque la complejidad de la novela así lo exige.

He omitido deliberadamente el uso del vocablo mágico (mágica) en este artículo, para calificar las escenas de la película, ya que el realismo mágico es propio de la construcción literaria.

Y, más allá de la magia del cine, don Gabriel García Márquez es el representante original del realismo mágico como conquista de la creación literaria. Sin desconocer que lo real, maravilloso, también estaba presente en el imaginario de Juan Rulfo, Alejo Carpentier, José de la Cuadra, Juan Carlos Onetti y los otros.

Fue García Márquez quien dijo que «la novela es la transposición poética de la realidad». No sé si fue en la entrevista denominada «El olor de la guayaba», que publicó su amigo Plinio Apuleyo Mendoza.

Pero sí, el mundo de Macondo es un mundo poético. Solo la poesía es capaz de remontar el horizonte de la narrativa y elevar al lector -ahora al espectador- y hacerle volar en el mecedor que se desliza entre la vida y la muerte, hasta más allá de los cielos alcanzados por la alfombra mágica de Melquíades, que aparece por allí y va volando en medio de la cinta, sin mayor protagonismo, porque no era necesario.

Por ser de origen poético, ni el cine ni la escritura podrán explicar los sentimientos que una novela va metiendo con alfileres pequeñitos en el pensamiento del que está leyendo.

El libro original puede ser desconcertante, porque lo va metiendo al lector en la trampa dulce de que el coronel Aureliano Buendía va a ser fusilado. Son tantos los índices del deslumbramiento, propio de una raza amenazada con una descendencia en que iba a nacer un niño con cola de cerdo, que la alfombra voladora se lee tan natural como en los cuentos de las mil y una noches; y se ve claramente, en la serie, cuando los gitanos retornan a la aldea con un nuevo descubrimiento.

La mayor conquista de la obra del hijo del telegrafista de Aracata es, sin duda, además del dominio del tiempo que juega entre prolepsis y analepsis, el despliegue de su estilo inigualable.

Pocos escritores sobrepasan la semiótica para crear su propio mundo imaginario, los elementos fácticos de la lengua que se funden con la perfección y elevan a los hombres que leen, al nivel de dioses.
Él ha logrado la excelsitud y nos ha legado su mundo imaginario que ahora, los nietos del telegrafista de Aracataca, lo están recreando, con las luces polícromas del cine y la televisión y el poder de Netflix.

Obviamente que la serie será vista por millones, y otros tantos millones de lectores acudirán a las librerías en busca del tiempo perdido que perdieron por no haberla leído.

¿Será capaz el hombre de recuperar la ternura alguna vez y ponerse a soñar en serio? Ya que si algún poder oculto tiene la literatura, es que nos va enniñeciendo y nos va volviendo menos impuros.

Ahora, impactado por la serie, trato de dormir sin lograrlo y pienso en Melquiades, tratando de entender sus códices secretos que adelantaron el exterminio de la estirpe Buendía; y resuelvo que él era el escritor, vaticinando quizás, la eliminación del habla y la muerte de Dios atropellado por una máquina borracha de algoritmos; y pienso como el creador de la Cándida Eréndira, que al hombre le llegó la sabiduría cuando ya no le servía para nada. No lo sé.

Es tarde en la noche, he observado los capítulos de la serie sin pestañear, incluso sin tocar el control remoto, atribulado por 40 años de recuerdos. Y, en el instante en que mi hija Amaranta Úrsula Arias Ávila entra en la sala, siento el frío diminuto de algo como una lágrima que me cruza la cara y me descarrila el corazón.

NY. 08.12.24.