En la ciudad de Manta hay bastante gente ilusionada con desarrollar negocios gestionando las necesidades de los turistas que de cuando en cuando llegan a esta urbe porteña, pero en el camino encuentran ciertas dificultades que no estaban en sus respectivos presupuestos. La mayor, sin duda, la ausencia de turistas de alto consumo. Tratan de superarla a su manera, pero el escollo es grande y requiere una acción combinada de instituciones públicas y privadas que creen las condiciones propicias para atraer y multiplicar las visitas turísticas que gasten lo suficiente a fin de mantener operativa y saludable a esta “industria sin chimeneas”.

Los que saben de estos menesteres aseguran que los turistas no solo se contentan con las típicas comodidades que ofrece el urbanismo, sino que -esencialmente- requieren atractivos que justifiquen el viaje y sus costos.

En estos tiempos de conservacionismo natural, derechos humanos al extremo, resultados por competencias e igualdades de todo tipo, es evidente que los turistas del mundo esperan que su destino de recreo sea amigable con el ambiente, dé buen trato a los trabajadores que prestan los servicios, consienta sin rechistar las diferencias -y hasta las excentricidades de algunos-, y, ¡no faltaba más!, tenga singulares entretenciones y lugares que deparen experiencias únicas de conocimiento y relax.

Pero, en esto, Manta debe trabajar mucho todavía para lograr semejante posicionamiento, que no se hace de la noche al día. Hay unas cuantas iniciativas tímidas en tal sentido, unas salidas de quienes fungen hoy como operadores turísticos, y otras de la Administración municipal, como eso de capacitar profesionalmente a una parte del personal que sirve en los hoteles y restaurantes; pero el abanico de servidores turísticos es mucho más amplio y diverso. Aparte de que hemos escuchado a visitantes decir que “En Manta, a más de la playa no hay otra cosa que ver ni adonde divertirse”.

De hecho, la mayoría de quienes visitan a Manta no son turistas (que viajan por placer) propiamente dichos, sino emigrantes que vienen a reencontrarse con familiares y gente que se moviliza por asuntos profesionales o de negocios. Y los que sí son turistas, compatriotas de otros territorios que vienen en ocasiones especiales (vacación estudiantil, Carnaval, fiestas tradicionales, etc.), en su mayor parte pasajeros de uno o dos días y con muy bajo presupuesto.

No por casualidad los representantes del sector turístico local se han acercado a dialogar con el nuevo alcalde, Agustín Intriago Quijano, haciéndole notar su situación y pidiéndole que el Gobierno municipal que dirige formalice políticas públicas cantonales capaces de darle un impulso sostenido al turismo. El mandatario municipal ha respondido positivamente, pero su acción está condicionada al parecer de los otros 11 miembros del Concejo Cantonal; y, sobre todo, a las políticas que en materia de turismo aplica el Gobierno nacional.

La gestión municipal también debe considerar los aspectos negativos del turismo para la convivencia local, un asunto que ya provoca fuertes polémicas en las ciudades del mundo donde el turismo ha alcanzado cotas de saturación. Porque el crecimiento turístico lleva implícito el encarecimiento de la vida en las ciudades y pueblos que lo acogen, además de otros problemas concernientes a vivienda, seguridad, sanidad e identidad cultural.

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