La persona que preside un país o cualquier organismo de gobernanza, sea pública o privada, debe ser ejemplo de virtudes para todo el colectivo al que representa.

Ha de ser el modelo ideal a seguir y emular en todas sus palabras y acciones, con la seguridad de que conducen a logros beneficiosos para cada una de las individualidades que conforman la sociedad representada.

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Quien preside se halla en la obligación de liderar, de guiar y de conducir por senderos de legalidad y justicia. Y ha de ser un liderazgo firme, pero al mismo tiempo conciliador.

Nadie puede gobernar correctamente atropellando el respeto y la confianza de sus electores. Tampoco burlándose de estos mediante pactos de trastienda y compromisos dudosos.

Por sobre todo, quien preside debe saber escuchar, razonar y concertar.  Las confrontaciones altisonantes llevan irremediablemente a la ofuscación y la discordia destructivas.

En el sistema democrático, bien comprendido y mejor practicado, la función de presidir o gobernar no es sinónimo de supremacía sino de maestría. Quien preside, para obrar bien, no espera el adulo de sus colaboradores, y mucho menos de sus electores.

Quienes gobiernan por voluntad popular, desde cualquier nivel jerárquico, son servidores del pueblo y no sus mandamases. Están sometidos al escrutinio público, que deben administrar con genial sabiduría.

En fin, de una persona líder solo cabe la ¡excelencia!

EDITORIAL de REVISTA DE MANABÍ.

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