Por José Risco Intriago, director de Revista de Manabí.
La Real Academia, en su Diccionario de la lengua española (Edición del Tricentenario), consigna dos acepciones para la palabra mediocre: 1) De calidad media; y, 2) De poco mérito, tirando a malo. En consecuencia, según la misma fuente, la palabra “mediocridad” significa: Cualidad de mediocre.
Definido claramente el significado de “mediocridad”, pasemos de inmediato a la intención de este artículo periodístico.
En el lapso de las cinco semanas precedentes a esta, pude observar con detenimiento algunos trabajos concernientes a demolición, reparación y reconstrucción de edificaciones en la ciudad de Manta, además de conversar con gente inmersa en este asunto. La oportunidad me la dio el hecho de haber tenido que supervisar la reparación de mi casa, también averiada por el terremoto del 16 de abril del presente año.
Demoler, reconstruir y reparar es una tarea generalizada luego de aquel sismo que segó vidas, destruyó edificios y causó otros males sociales que han perturbado la convivencia de los manabitas.
Lo bueno del caso es que este auge inusitado de la construcción mantiene a flote la economía local, soportada hoy en los seguros pagados a los propietarios de inmuebles dañados, en el apoyo estatal para los dueños de viviendas que no estaban aseguradas y en toda la inversión pública destinada a superar la debacle. Porque si antes del terremoto ya Manta padecía debido a la crisis económica nacional y la vertiginosa caída de precios en el mercado mundial de la pesquería atunera (base fundamental de la economía manteña), abarrotada por la agresiva y creciente competencia de productores internacionales emergentes, después del terremoto la situación se volvió insostenible.
Esa inmensa actividad constructora absorbió rápidamente a todo el talento y la mano de obra especializada del cantón, pero ha puesto al descubierto los defectos de este sector profesional, inmutable pese a las consecuencias trágicas de las edificaciones colapsadas por su mala hechura. Así sabemos de contratistas, con formación académica superior en ingeniería y ramas afines, que solo se interesan en acumular contratos de obras y olvidan su responsabilidad de velar el cumplimiento de las normas concernientes a seguridad en el trabajo y calidad de las construcciones. Obreros exponiendo su vida sin ninguna protección, porque carecen de una cultura profesional adecuada. Basta verlos manipulando el cemento: sin mascarilla, sin guantes ni botas de caucho como recomienda el fabricante en cada uno de los sacos. ¡Y cuánto descuido en la preparación de la argamasa (mezcla), en su aplicación y en los acabados!
Muchas obras se realizan sin contar con las herramientas apropiadas ni otros elementos indispensables para proteger el ambiente. En las reparaciones dentro de habitaciones ocupadas no se toman suficientes precauciones para evitar molestias a las personas y daños a los enseres. La argamasa suele hacerse en pisos sucios, sin mediciones precisas de las porciones que la componen. Se presta poca atención al uso de hierro para sujetar mampostería de ladrillos y como estructura en dinteles de hormigón.
Por cierto que hay excepciones, pero poquísimas (como siempre) para confirmar la regla. La gran mayoría trabaja a la paporreta. Es triste ver a los obreros obedeciendo órdenes de un “maestro de obra” incompetente y torpe, o esperando que el contratista llegue a tiempo a pagarle sus haberes, o sedientos trabajando a pleno sol en una construcción alejada de una fuente. Las excepciones acaso están en las empresas constructoras constituidas de conformidad con la ley, mejor vigiladas por los organismos oficiales pertinentes y que por interés propio funcionan con métodos de optimización de recursos y prevención de contingencias.
El incumplimiento es muy notorio entre profesionales formados por la academia y maestros de obra hechos a fuerza de trabajar en lo mismo durante muchos años. Formulan presupuestos errados, hacen promesas inverosímiles, pero exigen todos sus derechos a la contraparte.
A juzgar por lo que me han hecho saber personas conocedoras del tema, la mediocridad es patética en muchos profesionales de la rama: calculistas, arquitectos, ingenieros, maestros de obra, especialistas (electricistas, plomeros o fontaneros, ceramistas, pintores) y obreros. No en vano algunos empresarios de la construcción prefieren personal con capacitación obtenida en otros lares. Lo grave de todo esto es que de esa mediocridad no escapan las autoridades y funcionarios responsables de hacer cumplir las normas legales correspondientes.
He visto procesos de demolición con métodos anticuados y coordinación mínima. Algunas veces el personal y la maquinaria han tenido que esperar inmóviles durante horas por falta de algún requisito legal o una disposición superior. En este trabajo han sido frecuentes los daños a las redes del servicio eléctrico y de las operadoras de telefonía e internet, así como en las vías y sus partes complementarias.
Es penoso comprobar que los daños causados por el terremoto no hayan hecho reaccionar a estos profesionales en cuyas manos ponemos el cuidado de nuestras vidas, como lo hacemos cuando confiamos en un médico. Porque todas las construcciones son habitadas o utilizadas por seres vivos y si están malhechas pueden caerse y matar a esas vidas.
MANTA, 06 de agosto de 2016.