Elogio singular al modelo de comportamiento social que hizo brillar al futbolista mejor glorificado por la humanidad mundial.

Este contenido es parte de REVISTA DE MANABÍ

Por Víctor Arias Aroca *

¿De dónde había salido este rey cuyo reinado surgió de América, pero llegó a dominar el mundo? ¿Un faraón egipcio con ropa ligera que llegó a dominar lo redondo del mundo?

Incluso no había necesitado una corona para ser un rey superior a los demás. Tampoco la soberbia y arrogancia de un megalómano como Napoleón, que el 2 de diciembre de 1804 hizo ir al papa hasta la catedral de Notre Dame, para luego arrebatarle y colocarse él mismo la corona y proclamarse emperador de Europa y convertirse en el más famoso de los ególatras de la edad moderna.

Lo cierto es que este rey cambió la historia del mundo desde que fue coronado a los 17 años, en Suecia en 1958.

En la edad contemporánea solo se reconoce -y se dan por racionalmente aceptadas- las monarquías absolutas de oriente, pues esa es su naturaleza; y las monarquías simbólicas, pero aún existentes, de España, Inglaterra, Dinamarca y Mónaco.

La realeza fue cediendo espacio a los Estados democráticos inaugurados en 1789, en Francia; pero en el siglo XX los tiempos democráticos provocaron una especie de arrinconamiento del poder absoluto del rey, y las garantías civiles -obtenidas por los estudiantes franceses en los años 60- se encontraban en pleno auge.

De manera que, en aquel tiempo, un nuevo rey podría fácilmente ser asesinado o -al menos- denostado y ridiculizado por la prensa del mundo que, sin embargo, transmitió como el evento más importante del siglo la ceremonia de bodas del príncipe Carlos de Inglaterra con la princesa Diana.

Pero un ciudadano negro convertido en rey era lo máximo. Este rey no era el único, solo que diferente y de aceptación mundial. Un rey de verdad.

Paradójicamente, fueron los tiempos en que un ciudadano de esa raza se había declarado emperador de Swaizilandia, en África. Había gastado 20 millones de dólares en la ceremonia de casamiento más excéntrica del mundo, y el traje de la rubia francesa a la que hizo emperatriz tuvo un precio de algunos millones de dólares, que incluía los varios diamantes que adornaban su blancura en medio de la negritud delirante que lo aclamaba, junto con la presencia de varios jefes de Estado, incluido el presidente francés Valéry Giscard D’Estaing. Se llamaba Jean Bedel Bokassa.

De igual modo, en esos tiempos tormentosos de los años 70, otro ciudadano atribuido de una egocentría infinita, venido a rey, llamado Idi Amín Dada, se proclamó el señor supremo de Uganda, inauguró una dictadura imperial y se comió vivo a su ministro de defensa, de quien se dice que aquel empezó devorándole el corazón.

Son ejemplos del convulsionado mundo de finales del siglo XX, cuando nace el rey más reconocido de la historia. El brillo de su cabeza sin corona ha iluminado el mundo.

Lo magnífico de este emperador es su manifiesto de humildad a toda prueba y de respeto supremo a la amistad y a los valores de la familia.  Siempre respetuoso y sereno, elegante y distinguido. Aplomado y seguro, lo que le dio reconocimiento universal, de un gran señor. La envidia de otros reyes y gentes principales.

No tenía títulos, pero le bastaba con ser el rey de la multitud más grande del mundo. Y como había surgido de la pobreza extrema y había sido lustrabotas, con todo orgullo exhibía ese pasado que le preparó el más grande título. Y pese a esos honores recibidos en dos continentes y decenas de naciones que lo vieron brillar con luz propia, mantuvo esa conducta de responder al teléfono convencional.

Él, que recibía llamadas de príncipes y emperadores, incluso desde el Ministerio que ejerció optó por saludar a todo el mundo, para no seguir el patético ejemplo de mediocres sin luna que llegan a un cargo y se declaran dioses del olimpo. Arrogantes de media suela que no han leído ni las vocales y se declaran emperadores, cuando en realidad son genios de lo ridículo. Hijos de la pobreza que ahora fingen de ricos con plata ajena, pero volverán a la nada cuando los descubran. Que el Señor los perdone, porque la historia no los perdonará.

El gran Eduardo Galeano llegó a distinguir a este rey entre muchos, y eso que Galeano estaba en contra de las monarquías y de los imperios. Así lo admite en su obra ‘Del Fútbol a Sol y Sombra’.

Este rey no humillaba a nadie, ni por rico ni por pobre, ni por intelectual. Este rey tenía estilo, clase y elegancia. A la multitud entristecida de una América plagada de dictócratas y elfos de la política, le devolvió su perdida alegría, convirtiendo en obra maestra el arte de jugar a la pelota. Además, ejercía algo de magia, porque su presencia causaba encantamiento colectivo. Delirio múltiple. El único que fue capaz de perdonar, incluso algunas ofensas, fue él cuyo don de gentes no le impidió reconocer el talento de Maradona y Messi. Habló maravillas sobre Alberto Spencer y como buen astro llegó a dejar su huella en el Cosmos.

Para este rey, lo redondo del mundo había sido la pelota y con ella resolvió de plano la ecuación perfecta para medir la distancia que pueden recorrer las cometas de los niños pobres, descubriendo que ellas llevan los colores más brillantes y alcanzan los cielos más altos. Así que cualquier maestro hubiera dado la vida por tenerlo de alumno.

Ha sido este rey magnífico cuyo reinado duró 64 años desde que fue proclamado en Suecia, en 1958, confirmado en Inglaterra en 1966 y que se prolongó hasta México 70, el que pateó directo al arco de los capitales y les hizo un golazo, transformando el deporte en la industria masiva más productiva del mundo, superando al cine y a algunos negocios de Wall Street.

Un hijo del pueblo llano que alcanzó la cumbre de la grandeza y mantuvo su estirpe de gambeteador de los astros. Nunca le sacaron tarjeta roja ni amarilla, ni fue capaz de llegar a la bajeza de escupir a un compañero. Hoy arriba a la gloria universal. En el cielo hace cascaritas con Garrincha y en su tumba, cubierta de estrellas, todavía recibe honores colosales y muchas lágrimas de los que lo vimos pasearse en la cancha como un gran señor.

Al rey Pelé, el astro rey le debe algo de su luz magnífica.

* Víctor Arias Aroca es doctor en Jurisprudencia y diplomado en Derecho Constitucional por la Universidad de El Alto, Instituto Latín Juris. Reside en la ciudad de Manta, provincia de Manabí, República del Ecuador.

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