Al comentar “La Rockola en Guayaquil”, trabajo literario del autor Wilman Ordóñez, el escritor Víctor Arias Aroca se adentra inquisidor en el inframundo de los amores no correspondidos o traicionados y exacerbados por el canto despechado que sale de aquel artilugio electrónico activado por el desencanto amoroso de hombres doblemente borrachos: por el sentimiento amatorio defraudado y por hundirse en el alcohol “para ahogar las penas”.
Este contenido es parte de REVISTA DE MANABÍ

Por Víctor Arias Aroca *
Son las dos y treinta de la mañana. Voy por la página 84 del libro de Wilman Ordóñez, «La Rockola en Guayaquil. Ensayo sobre la música y la cultura popular del despecho». Ya el autor ha descrito con sobra de detalles las dos clasificaciones de chulos: los de antes y los de ahora.
Voy por la parte en que el man se pega un viaje por los chongos y nights clubes de la Costa, en busca del objeto central de la obra, que es la rockola; objeto en estado de extinción, pero que guarda toda una historia de amantes, traidores, embusteros, mitómanos, cabrones, filibusteros de noble estirpe, caballeros de fina estampa y lagarteros de buena estrella, que vienen unidos por el cordón de oro de la música, que llegó a Guayaquil en boca de vaporinos de principios del siglo XX y se mezcló con el calor guayaquileño para siempre.
La rockola, como instrumento, tuvo su boom en 1889 en un salón de San Francisco, ha averiguado Wilman Ordóñez; y llegó al Ecuador a principios del siglo XX. La marca más conocida es la Wurlitzer, que Fernando Artieda hizo famosa (diríamos) en su poema Pueblo, Fantasma y Clave de J.J.

Es hermoso saber que nuestros padres y abuelos vivieron esa época de cuando los «cabareses» eran sitios para el arte y lo habitaban las diversas modalidades de hombres: desde ilustrados caballeros de saco y corbata -se deleitaban con bailarinas que no eran prostitutas, y también con las que lo fueron a mucha honra- hasta maleantes de baja ralea que eran capaces de matar a cuchillo limpio por el amor de una mesalina.
Ya pasé el capítulo de Aladino, ‘el mago de la rockola’, y busco afanoso a un rockolero que estudió en Manta, fue compañero de Mariano Zambrano en el Colegio Nacional Cinco de Junio y se llama Jorge Cristóbal Ballesteros.
Aún no lo encuentro en el libro, pero yo lo encontré un día, ya entrado en años, en la casa del ex prefecto de Manabí, Mariano Zambrano. Allí, probando un desayuno de murico, entre los dos cantamos una estrofa de esa canción que dice: «cuando ya no me quieras, / romperé tu retrato / y los pedazos todos los echaré a volar. / Cuando ya no me quieras, / háblame con franqueza, / que nada me interesa / ni guardaré rencor. / Solo, solo quiero decirte, / que cuanto tú te vayas /no me verás jamás, /porque no he de buscarte, / aunque por ti me muera. / No importa quién te quiera, / mejor olvídame.” /
No encuentro a Jorge Cristóbal Ballesteros. Es de la época de Chugo Tobar, que sí aparece. En mi novela “La cruel condena de llamarse Kike Vega”, hago una cita de él.
Pero vamos al fondo del abismo cruel y dulce que la música de rockola significa para el Ecuador.
Pues, resulta, que ricos y pobres, negros y blancos, todos la han vivido y disfrutado de cualquier manera; no solo porque se ha originado en ritmos nobles que llegaron de Europa y el Caribe (el autor cita 1928): la mazurca, la polka, el cuplé y el pasacalle; desde luego la guaracha y la salsa; sino porque involucra a los más encumbrados compositores y músicos de los tiempos de fronda, y porque la finura poética del pasillo sufrió la metamorfosis que lo volvió rockola; y el aire de pena original trueca en suicidio, crimen, venganza y lucha por el amor inconcluso o traicionado y la multitud bautiza como música cortavena.

Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas aparecen como símbolos de un pasado glorioso de la música del pecado que se niega a morir y, desde luego, Aladino, que es todo un referente de la época rockola, que el autor distingue desde su aparición en los años 70 con Mujer Bolera y Penas.
Y sí, son las penas que el hombre del arrabal, el obrero, el artesano, el politiquero y el intelectual guayaquileño aprendió a matar en las cantinas y mantener la nostalgia de amores sin fortuna frente al Río Guayas y reflejadas en las letras de canciones que se aprendió de memoria a través de la radio y los cancioneros que se vendían igual que el pan caliente en las esquinas.
Entre los seguidores de la rockola hay de todo. Suicidas que cantan: «me voy a tirar al mar, que los peces me devoren». Llorones: «No sé qué tengo, no sé; quiero llorar porque tú ya no estás». Saltimbanquis: «Aunque tus padres no quieran, mis suegros tendrán que ser». Necios: «Cómo voy a olvidarte, si has sido tú en mi vida la esperanza más querida, la engreída de mi amor». Melancólicos: “Estoy muy triste, tengo una pena; estoy sufriendo la cruel condena de no tenerte». Sufridores: “Sufro la inmensa pena de tu abandono». Borrachos: «Sírvame la copa rota». Decepcionados: «Fatalidad, signo cruel, que en su rodar se llevó el más hermoso joyel». Nostálgicos: «Tu amor es un recuerdo que me mata el corazón. En fin…
Ahora, ¿qué pasa con las élites? ¿Qué pasa con los niños bonitos, con los aniñados, los niños ricos (aquellos que Asaad Bucaram calificaba de sobacos perfumados; los venteados, dicen en Montecristi? No lo sé.
Pero Aladino contó una vez que fue contratado por las nobles y guapas señoras de la Sociedad Italiana Garibaldi, para un concierto de gala. El artista, entonces (ahora recuerdo que se llama Alfredo Mármol), preparó un exquisito repertorio de boleros del Caribe y temas serios que halagaran el oído musical de las señoras ricas de Guayaquil.
Y ocurrió que, en medio concierto, las señoras empezaron en turbamulta a reclamar «¡Mujer Bolera! ¡Penas! y ¡Colorada infiel, ráscame aquí, que pica! ¡Es lo que estamos esperando toda la noche!», replicaron las desenfadadas señoras de la alta sociedad. Y el artista culminó el concierto, aclamado por interpretar sus temas populares.
¡A la mierda la música fina! Ya ven que lo popular anda por los más altos mundos. Aquí es donde el mundo del despecho se refleja tal cual es, y demuestra que lo popular no solo puede ser lo chabacano y displicente. Y claro, porque así son las cosas del corazón. Y «el corazón tiene razones que la razón no conoce». Todos marchan al son de la rockola.
Las 3 y media y trato de controlar mi corazón ya estragado por el infarto. Me emociona encontrar en este pequeño estudio de la filosofía del despecho, nombres que señalan la romanza de ausencia, como Nicasio Safadi, Carlos Rubira Infante, Enrique Ibáñez Mora. Los famosos tríos guayaquileños que el autor cita desde 1940, más o menos, como Los Porteños, Los Tropicales, trío de Los hermanos Montecel Aráuz.

En 1958, de acuerdo con la fotografía que poco antes de su fallecimiento publicó en Facebook mi primo Jacinto Terán Arias, llegó a intervenir en una radio guayaquileña el trío Los Daulis, que integraba mi padre Guillermo Arias Díaz, un señor Ronquillo y otro. Los jóvenes intérpretes dejaron un grato sabor a los Panchos, según recogió una crónica de la época. Ya ven porqué algo conozco de la música ecuatoriana.
Eso no es todo. Ya instalados en Manta, en los años 70 existía el canal 4 de televisión de Manabí. A su programa de televisión Así Canta Manabí, papá invitaba a lo más granado de los cantantes ecuatorianos de la época. Y lo increíble es que viajaban hasta Manta y pernoctaban en mi casa, convertida en hotel de muchas estrellas, porque mi padre acompañaba en la guitarra a los intérpretes que yo admiraba siendo un niño.
Como en un sueño, sus voces -que solo sonaban en la radio- desfilaron, sin paga alguna, por mi casa en la Ensenadita. Eran voces de los hermanos Mario y Lucas Montecel; Amelia y Maruja Mendoza Sangurima; la señora Fresia Saavedra y su señorita hija Hilda Murillo; Leonardo Enrique Vega, que ya vivía en Guayaquil pero nació musicalmente en Radio Cenit de Manta; Miguel Vélez, Jorge Cristóbal Ballesteros; Carlos Rubira Infante y otros.
Y entre los artistas locales, algunos, como el dúo Las Jilgueritas, Viviana Alvarado y Fátima Arteaga (Tengo otros nombres que omito para no hacer hostigoso el artículo).
Y así fue como aprendí a querer y a respetar a los artistas, a sentir respeto por la música y a pensar que algún día los músicos tendrán su justicia y serán valorados desde el poder que ahora los superficializa y subestima.
Me rebela y me indigna pensar que para enterrar a Pepe Jaramillo hubo que hacer una colecta. Chugo Tobar, enfermo, sufrió humillaciones. Doña Fresia Saavedra trabaja y tiene 90 años. ¿Cuándo será el día que el Ecuador los respete? Elías Vera ha sostenido el canto popular, al menos 60 años. Hay que reivindicarlos.
Canal 4 de Televisión de Manta dejó de operar, pero me quedó el orgullo de haber sido dirigidos por don Pedro Vincent a quien más tarde reencontré en Diario El Sol, justo cuando aparece el señor José Risco, como editor de ese medio, hoy también extinto.
Pregunta de cajón: ¿En cuánto ha aportado la provincia de Manabí a la rockola?
Les voy a poner unos nombres y todos son guajiros de por acá: Holanda y Naldo Campos, Tito del Salto, Kike Vega, (Miguel Vélez me dijo desde NY, unos días antes de la muerte de su amigo: Kike Vega es el cantante ecuatoriano más importante después de Julio Jaramillo); Abilio Bermúdez, Lilian Suárez, Anita Molina, Enrique Chong, Tito Macías, Otto Delgado, Ney Moreira, Jaime Villavicencio, Janeth Mosquera (La Tumbadora) y, desde luego, Miguel Vélez. No sé si la Toquilla cabe en esta historia, pero es maravillosa.
Hay que tener solo un poquito de corazón para entrar en La Rockola, y también alguna idea de antropología cultural. Tener cero prejuicios es básico para devorar esta obra. Pero si usted no tiene esa preparación, aquí la adquiere.

El historiador Ángel Emilio Hidalgo hace el prólogo; pero, en el fondo, es el exordio de la obra, porque él se compenetra en el proceso socio cultural de lo que llamamos rockola y anuncia que se produce en paralelo con la cultura política del populismo de los años 50, del Dr. Carlos Guevara Moreno (Me parece que tenía el lema “pueblo contra trincas”, que después heredó el CFP de Don Buca).
Sin embargo, la rockola no es la antípoda de la clase dominante; simplemente refleja, sin poder evitarlo, una expresión legítima de pueblitud y cheveranía. En fin, la cultura nacional proviene de la cultura popular.
Hay que defender la existencia de una filosofía de lo profano, que recién empezamos a estudiar desde la orilla de la sociología y de la etnografía que ensaya Wilman Ordóñez y que luce a plenitud en su libro La Rockola en Guayaquil, engastada en el arte de la música rockolera, que va por el mundo muy campante: disfrutada por unos, choleada por otros, pero amada por todos.
La obra, en el fondo, es también igual que La Niña Mala, otro homenaje a Guayaquil, al Guayaquil profundo, al Guayaquil del arrabal, ya que el man no ha visto en el país ciudad más rockolera, cachuda y cabaretera que la ciudad viuda y guáchara que dejó Julio Jaramillo.
Por mi parte, lo único que les puedo decir es que la señora Shakira no le llega, en popularidad, ni a la guayabita a la señora Jenny Rosero. Todo lo demás es factura.
* Víctor Arias Aroca, nacido y residente en la ciudad de Manta (Ecuador), es doctor en Jurisprudencia. Diplomado en Derecho Constitucional por la Universidad Pública de El Alto – UPEA (Bolivia), y por el Instituto Latinoamericano de Investigación y Capacitación Jurídica – Latin Iuris (México). Su e-mail: corporacionarias@gmail.com